domingo, 7 de septiembre de 2014

Algo sobre la vida de Horacio Quiroga




L i t e r a t u r a  y  v i d a  d e  H o r a c i o  Q u i r o g a[1]

De la ciudad a la selva
            Horacio Quiroga nació el último día de 1878 en la localidad de Salto, Uruguay, en el límite con la provincia argentina de Entre Ríos. Era hijo de Prudencio Quiroga, vicecónsul argentino en Salto, y de la uruguaya Pastora Forteza. Desde chico, le gustaba mucho leer y, en su adolescencia, comenzó a escribir poesía y hasta llegó a publicar una revista en la cual se imprimieron sus primeros poemas y algunos artículos breves. Además, contaba con bastante tiempo libre para dedicarse a otros pasatiempos, como andar en bicicleta, tomar fotos y tocar la guitarra.
            A fines de marzo de 1900, como muchos otros jóvenes intelectuales de la época pertenecientes a familias acomodadas, se embarcó rumbo a París. Sin embargo, las cosas no salieron tan bien como él esperaba. El dinero pronto se le terminó y, como no tenía a quien acudir, pasó hambre y penurias. La estadía duró cuatros meses y el 12 de julio volvió a Montevideo.         
            En 1903, decidió solicitar la ciudadanía argentina y sacó la libreta de enrolamiento. Tenía veinticinco años y su vida estaba a punto de cambiar por completo a raíz del encuentro con la selva misionera…
            Todo empezó cuando Quiroga le pidió al escritor argentino Lugones, a quien admiraba, que le permitiera acompañarlo en su viaje de estudios a las ruinas de las misiones jesuíticas. Quiroga fue como fotógrafo de la expedición y, al llegar al monte, quedó fascinado para siempre con el paisaje. A partir de entonces, vivió obsesionado con la selva y la naturaleza misionera. Misiones cuenta con una selva subtropical que abarca más de un tercio del territorio provincial.  
            A poco de regresar de la expedición, Quiroga decidió comprar un terreno en la zona del Chaco y emprender su primer proyecto como colono: vivir de las ganancias obtenidas con la cosecha del algodón. Pero el intento fracasó. En esa época, Quiroga ya había publicado su primer libro de poemas (Los arrecifes de coral, 1901) y estaba colaborando con sus relatos en algunas importantes revistas porteñas. Su nombre comenzaba a resultar conocido en el ámbito literario.
            Sin embargo, el sueño colonizador, en el que se imaginaba como un Robinson Crusoe que podía bastarse a sí mismo para cubrir todas sus necesidades, no lo abandonó. En 1906, Quiroga adquirió varias hectáreas de terreno, esta vez en la provincia de Misiones.

Vivir en la selva    
            Una vez en Misiones, Quiroga construyó su propia casa y fabricó sus propios muebles en medio del monte. Más exactamente, en la localidad de San Ignacio, en el sur de la provincia, a tres kilómetros de la margen derecha del río Paraná, muy cerca del límite con Paraguay. Allí se fue a vivir en 1910 con su primera esposa, Ana María Cires, y allí pasaron los primeros años de vida los dos hijos del matrimonio, Eglé y Darío.
            Pese a todos los esfuerzos de la familia para enfrentar las dificultades, la vida en el monte es muy dura: no resulta fácil convivir con la naturaleza ni soportar el rigor del clima y el forzoso aislamiento. ¿Qué hace Quiroga en Misiones? Corta yuyos, separa la maleza, cultiva y cosecha, construye pequeñas embarcaciones para desplazarse por el río, destila alcohol de naranjas, produce carbón, moldea objetos con cerámica, fabrica sencillos instrumentos musicales, embalsama animales…
            Pero, además, imagina nuevas historias, inventa personajes, crea situaciones… La selva -tanto el ambiente como sus habitantes- ofrece un nuevo mundo para su imaginación. Un mundo repleto de personajes y de anécdotas que aprovechará al máximo para escribir más y más cuentos. La mayoría de los relatos los envía a Buenos Aires para que salgan publicados en revistas. De esta época son aquellos reunidos en el libro Cuentos de amor de locura y de muerte (1917), entre los que se encuentran “A la deriva” y “Los mensú”, que transcurren en la selva, además de otros, como “El almohadón de plumas” y “La muerte de Isolda”, que corresponden al ámbito urbano. También inspirados en su experiencia misionera, están los cuentos recogidos a lo largo de la década de 1920 en El salvaje (1920), Anaconda (1921) y Los desterrados (1926). Pero hay un tercer grupo: son los relatos protagonizados por animales, que inventa para entretener a sus pequeños hijos.
            El escritor crió a los hijos de manera que pudieran enfrentar las duras condiciones de vida en la selva. No vaciló en dejarlos solos en el monte por la noche, les enseñó a manejar la escopeta, a lidiar con las víboras, a andar en moto y a desplazarse por sus propios medios en canoa. Sin embargo, a su esposa se le hizo cada vez más difícil convivir con la naturaleza selvática y el aislamiento, y se quitó la vida en 1915.
            Luego de la muerte de Ana María, Quiroga se instaló en Buenos Aires, donde fue nombrado secretario contador en el consulado uruguayo. Simultáneamente, fue consolidándose su fama como escritor. Al comienzo, vivió con sus hijos en un sótano del barrio de Palermo. Allí, en un intento por recuperar el espacio perdido, comenzó a relatarles historias protagonizadas por hombres y animales que se publicaron en 1918 en un libro que se volvió famoso: Cuentos de la selva. En estos cuentos Quiroga recrea el ambiente de la selva, la vida de los animales, la relación de estos con los hombres, la lucha con la naturaleza; en algunos relatos animales y hombres están enfrentados en una relación de franca hostilidad, debido a que el ser humano perturba con sus acciones el equilibrio del ecosistema. En las décadas de 1920 y 1930, la época en la que Quiroga vivió en la selva y escribió muchos de sus relatos, la noción de ecosistema recién comenzaba a desarrollarse en el marco de los estudios científicos.  

Adiós a la selva
            Después de varios años de visitas esporádicas desde Buenos Aires, en 1932 Quiroga volvió a instalarse en su casa de Misiones. Y volvió a soñar con quedarse allí definitivamente, con su nueva esposa, María Elena Bravo, sus hijos mayores y su hija pequeña. Sin embargo, ese sueño duró poco: una enfermedad lo obligó a regresar a Buenos Aires, donde permaneció hasta su suicidio, en 1937.
            Aunque los últimos meses de su vida transcurrieron en la ciudad, la imagen de Horacio Quiroga quedó para siempre asociada a esa naturaleza rebelde, inmanejable, y a veces cruel, característica de la selva misionera: esa región de la que no dejaba de hablar en sus cuentos, en sus artículos periodísticos y en las innumerables cartas que escribía a sus amigos.  





[1] Adaptación del prólogo “Bienvenidos a la estación de Horacio Quiroga” en Quiroga, Horacio, 2009. Cuentos de la selva. Buenos Aires: La estación   

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