De
la ciudad a la selva
Horacio Quiroga nació el último día
de 1878 en la localidad de Salto, Uruguay, en el límite con la provincia
argentina de Entre Ríos. Era hijo de Prudencio Quiroga, vicecónsul argentino en
Salto, y de la uruguaya Pastora Forteza. Desde chico, le gustaba mucho leer y,
en su adolescencia, comenzó a escribir poesía y hasta llegó a publicar una
revista en la cual se imprimieron sus primeros poemas y algunos artículos
breves. Además, contaba con bastante tiempo libre para dedicarse a otros
pasatiempos, como andar en bicicleta, tomar fotos y tocar la guitarra.
A fines de marzo de 1900, como
muchos otros jóvenes intelectuales de la época pertenecientes a familias
acomodadas, se embarcó rumbo a París. Sin embargo, las cosas no salieron tan
bien como él esperaba. El dinero pronto se le terminó y, como no tenía a quien
acudir, pasó hambre y penurias. La estadía duró cuatros meses y el 12 de julio
volvió a Montevideo.
En 1903, decidió solicitar la
ciudadanía argentina y sacó la libreta de enrolamiento. Tenía veinticinco años
y su vida estaba a punto de cambiar por completo a raíz del encuentro con la
selva misionera…
Todo empezó cuando Quiroga le pidió
al escritor argentino Lugones, a quien admiraba, que le permitiera acompañarlo
en su viaje de estudios a las ruinas de las misiones jesuíticas. Quiroga fue
como fotógrafo de la expedición y, al llegar al monte, quedó fascinado para
siempre con el paisaje. A partir de entonces, vivió obsesionado con la selva y
la naturaleza misionera. Misiones cuenta con una selva subtropical que abarca
más de un tercio del territorio provincial.
A poco de regresar de la expedición,
Quiroga decidió comprar un terreno en la zona del Chaco y emprender su primer
proyecto como colono: vivir de las ganancias obtenidas con la cosecha del
algodón. Pero el intento fracasó. En esa época, Quiroga ya había publicado su
primer libro de poemas (Los arrecifes de
coral, 1901) y estaba colaborando con sus relatos en algunas importantes
revistas porteñas. Su nombre comenzaba a resultar conocido en el ámbito
literario.
Sin embargo, el sueño colonizador,
en el que se imaginaba como un Robinson Crusoe que podía bastarse a sí mismo
para cubrir todas sus necesidades, no lo abandonó. En 1906, Quiroga adquirió
varias hectáreas de terreno, esta vez en la provincia de Misiones.
Vivir
en la selva
Una vez en Misiones, Quiroga
construyó su propia casa y fabricó sus propios muebles en medio del monte. Más
exactamente, en la localidad de San Ignacio, en el sur de la provincia, a tres
kilómetros de la margen derecha del río Paraná, muy cerca del límite con
Paraguay. Allí se fue a vivir en 1910 con su primera esposa, Ana María Cires, y
allí pasaron los primeros años de vida los dos hijos del matrimonio, Eglé y
Darío.
Pese a todos los esfuerzos de la
familia para enfrentar las dificultades, la vida en el monte es muy dura: no
resulta fácil convivir con la naturaleza ni soportar el rigor del clima y el
forzoso aislamiento. ¿Qué hace Quiroga en Misiones? Corta yuyos, separa la
maleza, cultiva y cosecha, construye pequeñas embarcaciones para desplazarse
por el río, destila alcohol de naranjas, produce carbón, moldea objetos con
cerámica, fabrica sencillos instrumentos musicales, embalsama animales…
Pero, además, imagina nuevas
historias, inventa personajes, crea situaciones… La selva -tanto el ambiente
como sus habitantes- ofrece un nuevo mundo para su imaginación. Un mundo
repleto de personajes y de anécdotas que aprovechará al máximo para escribir
más y más cuentos. La mayoría de los relatos los envía a Buenos Aires para que
salgan publicados en revistas. De esta época son aquellos reunidos en el libro Cuentos de amor de locura y de muerte
(1917), entre los que se encuentran “A la deriva” y “Los mensú”, que
transcurren en la selva, además de otros, como “El almohadón de plumas” y “La
muerte de Isolda”, que corresponden al ámbito urbano. También inspirados en su
experiencia misionera, están los cuentos recogidos a lo largo de la década de
1920 en El salvaje (1920), Anaconda (1921) y Los desterrados (1926). Pero hay un tercer grupo: son los relatos
protagonizados por animales, que inventa para entretener a sus pequeños hijos.
El escritor crió a los hijos de
manera que pudieran enfrentar las duras condiciones de vida en la selva. No
vaciló en dejarlos solos en el monte por la noche, les enseñó a manejar la
escopeta, a lidiar con las víboras, a andar en moto y a desplazarse por sus
propios medios en canoa. Sin embargo, a su esposa se le hizo cada vez más
difícil convivir con la naturaleza selvática y el aislamiento, y se quitó la
vida en 1915.
Luego de la muerte de Ana María,
Quiroga se instaló en Buenos Aires, donde fue nombrado secretario contador en
el consulado uruguayo. Simultáneamente, fue consolidándose su fama como
escritor. Al comienzo, vivió con sus hijos en un sótano del barrio de Palermo.
Allí, en un intento por recuperar el espacio perdido, comenzó a relatarles
historias protagonizadas por hombres y animales que se publicaron en 1918 en un
libro que se volvió famoso: Cuentos de la
selva. En estos cuentos Quiroga recrea el ambiente de la selva, la vida de
los animales, la relación de estos con los hombres, la lucha con la naturaleza;
en algunos relatos animales y hombres están enfrentados en una relación de
franca hostilidad, debido a que el ser humano perturba con sus acciones el
equilibrio del ecosistema. En las décadas de 1920 y 1930, la época en la que
Quiroga vivió en la selva y escribió muchos de sus relatos, la noción de
ecosistema recién comenzaba a desarrollarse en el marco de los estudios
científicos.
Adiós
a la selva
Después de varios años de visitas
esporádicas desde Buenos Aires, en 1932 Quiroga volvió a instalarse en su casa
de Misiones. Y volvió a soñar con quedarse allí definitivamente, con su nueva
esposa, María Elena Bravo, sus hijos mayores y su hija pequeña. Sin embargo,
ese sueño duró poco: una enfermedad lo obligó a regresar a Buenos Aires, donde
permaneció hasta su suicidio, en 1937.
Aunque los últimos meses de su vida
transcurrieron en la ciudad, la imagen de Horacio Quiroga quedó para siempre
asociada a esa naturaleza rebelde, inmanejable, y a veces cruel, característica
de la selva misionera: esa región de la que no dejaba de hablar en sus cuentos,
en sus artículos periodísticos y en las innumerables cartas que escribía a sus
amigos.
[1] Adaptación del prólogo
“Bienvenidos a la estación de Horacio Quiroga” en Quiroga, Horacio, 2009. Cuentos de la selva. Buenos Aires: La estación
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